miércoles, 18 de julio de 2012

Llorar por 11 hombres



Por Javier Rodríguez C.
Él será advertido por un estricto y claridoso doctor: “Si no te atiendes como te digo, te va a cargar la chingada”. Será mediodía de sábado y recibirá la noticia: tiene una enfermedad, que aunque nunca lo matará, la traerá de por vida.
Nada de alcohol e irritantes durante el tratamiento de 15 días, le dirá el doctor casi regañándolo.
Tendrá que hacerle caso, aunque en los últimos tres sábados haya encontrado una cábala: el mismo trago, la misma mesa, el mismo bar. Tendrá que cambiarla… pero no del todo.
El Sapo lo saludará como siempre. El mesero lo mirará extrañado cuando le pida una coca y el corte de cada fin de semana. Cantarán Silvio, Fito, Ismael, Pablo y Joaquín… ahhh… sin olvidar a Joan Manuel.
Tras un par de horas, saldrá entre la penumbra en aquella ciudad sobre el bordo del Golfo.
A la mañana siguiente, un amigo lo mensajeará: “Parece que la traes contigo”, observará en la Blackberry mientras irá caminando rumbo al restaurante de carnitas en donde los últimos cuatro domingos ha comido.
Apagará el celular por un rato. No querrá saber nada, más que comer a gusto. Llevará la misma playera azul que desde que la compró, no ha perdido una.
Le hará la parada a un taxi, mientras la lluvia y el frío arrecien, igual que en su tierra a 850 kilómetros.
Revisará el reporte dominical y saldrá de su cubículo en medio de la ligera brisa hacia la tienda. Irá por una coca y los cacahuates japoneses. Los mismos de los últimos tres domingos que anestesian sus nervios.
De vuelta, entrará al cubículo y se sentará. Pero la adrenalina lo pondrá de pie. Un compañero lo mirará, mientras enrede sus dedos por las pulsaciones que nunca antes había vivido.
El sentido de pertenencia que va 18 años atrás lo enfriará. Caminará en su cubículo y dará órdenes a lo lejos.
Se sentará y mentará madres. Se emocionará y cerrará los ojos, mientras su compañero de jale tuiteé: “ya se hacía festejando en el centro”.
Irán 55 minutos y un hombre a rape, tirará al centro. Aquel andino cabeceará. Mientras que él respirará, levantará los brazos al aire y volverá a taparse la cara con sus manos. Un halo cristalino con un fondo rojo remarcará su vista.
El más bajito de todos correrá como si trajera helio en las piernas. Pero no…, traerá en su pierna derecha una fuerza que romperá la inercia.
Las manos del rival se quebrarán. Y él también quebrará en llanto.
Él se parará. Levantará los brazos hasta tocar la gloria y los bajará para humedecerla con su cara. Allí irá cayendo hasta hincarse. Sin ruido exterior alguno, sólo en sus adentros.
No podrá hablar. Su teléfono y su Ipad repiquetearán, y él verá en la pantalla: “Di algo”. Él sólo responderá: “No puedo decir nada, ya estoy llorando”.
En una casa en lo alto de la del Valle. Aquel hombre de cabello y bigote cano, verá en su Blackberry un mensaje: “Don Lorenzo, gracias por rescatar este equipo, qué Dios lo bendiga!!!(sic)”. El hombre mayor sólo le responderá con un: Gracias.
Cerca del Golfo hará frío, pero él sentirá lo cálido de la victoria. Estará de pie los últimos 25 minutos. Caminará de un lado a otro en el cubículo de 4x4.
Enviará un mensaje a la nada diciendo: “Chompi, hermano, como te lo prometimos hace ocho años el día de tu partida, como lo soñamos cada sábado en aquella butaca, es tuya también”. Su hermano lo verá desde el cielo, donde también llorará.
Escuchará un silbido y le pegará al escritorio. La garganta se le cerrará aún más que lo que ya la trae con la enfermedad. Tomará su Ipad y marcará por Skype. Su papá le contestará y lo verá en la pantalla con un brazo y el corazón levantados. No dirá nada.
Él peleando contra el sentimiento alcanzará a decir: “Papá, gracias por hacerme de…”. Y callará, porque el llanto lo vencerá.
Aunque él conoce aquel adagio de su tierra: que un hombre no debe llorar por una mujer.
Él tendrá algo claro:
Se puede llorar por 11 hombres.

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